Francisco de Goya nació en el año 1746, en
Fuendetodos, localidad de la provincia española de Zaragoza, hijo de
un dorador de origen vasco, José, y de una labriega hidalga llamada
Gracia Lucientes. Avecinada la familia en la capital zaragozana,
entró el joven Francisco a aprender el oficio de pintor en el taller
del rutinario José Luzán, donde estuvo cuatro años copiando
estampas hasta que se decidió a establecerse por su cuenta y, según
escribió más tarde él mismo, "pintar de mi invención".
A medida que fueron transcurriendo los años de su
longeva vida, este "pintar de mi invención" se hizo más
verdadero y más acentuado, pues sin desatender los bien remunerados
encargos que le permitieron una existencia desahogada, Goya dibujó e
hizo imprimir series de imágenes insólitas y caprichosas, cuyo
sentido último, a menudo ambiguo, corresponde a una fantasía
personalísima y a un compromiso ideológico, afín a los principios
de la Ilustración, que fueron motores de una incansable sátira de
las costumbres de su tiempo.
Pero todavía antes de su viaje a Italia en 1771
su arte es balbuciente y tan poco académico que no obtiene ningún
respaldo ni éxito alguno; incluso fracasó estrepitosamente en los
dos concursos convocados por la Academia de San Fernando en 1763 y
1769. Las composiciones de sus pinturas se inspiraban, a través de
los grabados que tenía a su alcance, en viejos maestros como Vouet,
Maratta o Correggio, pero a su vuelta de Roma, escala obligada para
el aprendizaje de todo artista, sufrirá una interesantísima
evolución ya presente en el fresco del Pilar de Zaragoza titulado La
gloria del nombre de Dios.
Todavía en esta primera etapa, Goya se ocupa más
de las francachelas nocturnas en las tascas madrileñas y de las
majas resabidas y descaradas que de cuidar de su reputación
profesional y apenas pinta algunos encargos que le vienen de sus
amigos los Bayeu, tres hermanos pintores, Ramón, Manuel y Francisco,
este último su inseparable compañero y protector, doce años mayor
que él. También hermana de éstos era Josefa, con la que contrajo
matrimonio en Madrid en junio de 1773, año decisivo en la vida del
pintor porque en él se inaugura un nuevo período de mayor solidez y
originalidad.
Detalle de su primer Autorretrato (hacia 1773)
Por esas mismas fechas pinta el primer
autorretrato que le conocemos, y no faltan historiadores del arte que
supongan que lo realizó con ocasión de sus bodas. En él aparece
como lo que siempre fue: un hombre tozudo, desafiante y sensual. El
cuidadoso peinado de las largas guedejas negras indica coquetería;
la frente despejada, su clara inteligencia; sus ojos oscuros y
profundos, una determinación y una valentía inauditas; los labios
gordezuelos, una afición sin hipocresía por los placeres
voluptuosos; y todo ello enmarcado en un rostro redondo, grande, de
abultada nariz y visible papada.
Poco tiempo después, algo más enseriado con su
trabajo, asiduo de la tertulia de los neoclásicos presidida por
Leandro Fernández de Moratín y en la que concurrían los más
grandes y afrancesados ingenios de su generación, obtuvo el encargo
de diseñar cartones para la Real Fábrica de Tapices de Madrid,
género donde pudo desenvolverse con relativa libertad, hasta el
punto de que las 63 composiciones de este tipo realizadas entre 1775
y 1792 constituyen lo más sugestivo de su producción de aquellos
años. Tal vez el primero que llevó a cabo sea el conocido como
Merienda a orillas del Manzanares, con un tema original y
popular que anuncia una serie de cuadros vivos, graciosos y
realistas: La riña en la Venta Nueva, El columpio, El
quitasol y, sobre todo, allá por 1786 o 1787, El
albañil herido.
Este último, de formato muy estrecho y alto,
condición impuesta por razones decorativas, representa a dos
albañiles que trasladan a un compañero lastimado, probablemente
tras la caída de un andamio. El asunto coincide con una
reivindicación del trabajador manual, a la sazón peor vistos casi
que los mendigos por parte de los pensadores ilustrados. Contra este
prejuicio se había manifestado en 1774 el conde de Romanones,
afirmando que "es necesario borrar de los oficios todo deshonor,
sólo la holgazanería debe contraer vileza". Asimismo, un
edicto de 1784 exige daños y perjuicios al maestro de obras en caso
de accidente, establece normas para la prudente elevación de
andamios, amenaza con cárcel y fuertes multas en caso de negligencia
de los responsables y señala ayudas económicas a los damnificados y
a sus familias. Goya coopera, pues, con su pintura, en esta política
de fomento y dignificación del trabajo, alineándose con el sentir
más progresista de su época.
El quitasol (1776-78, Museo del Prado)
Hacia 1776, Goya recibe un salario de 8.000 reales
por su trabajo para la Real Fábrica de Tapices. Reside en el número
12 de la madrileña calle del Espejo y tiene dos hijos; el primero,
Eusebio Ramón, nacido el 15 de diciembre de 1775, y otro nacido
recientemente, Vicente Anastasio. A partir de esta fecha podemos
seguir su biografía casi año por año. En abril de 1777 es víctima
de una grave enfermedad que a punto está de acabar con su vida, pero
se recupera felizmente y pronto recibe encargos del propio príncipe,
el futuro Carlos IV. En 1778 se hacen públicos los aguafuertes
realizados por el artista copiando cuadros de Velázquez, pintor al
que ha estudiado minuciosamente en la Colección Real y de quien
tomará algunos de sus asombrosos recursos y de sus memorables
colores en obra futuras.
Al año siguiente solicita sin éxito el puesto de
primer pintor de cámara, cargo que finalmente es concedido a un
artista diez años mayor que él, Mariano Salvador Maella. En 1780,
cuando Josefa concibe un nuevo hijo de Goya, Francisco de Paula
Antonio Benito, ingresa en la Real Academia de Bellas Artes de San
Fernando con el cuadro Cristo en la cruz, que en la actualidad
guarda el Museo del Prado de Madrid, y conoce al mayor valedor de la
España ilustrada de entonces, Gaspar Melchor de Jovellanos, con
quien lo unirá una estrecha amistad hasta la muerte de este último
en 1811. El 2 de diciembre de 1784 nace el único de sus hijos que
sobrevivirá, Francisco Javier, y el 18 de marzo del año siguiente
es nombrado subdirector de Pintura de la Academia de San Fernando.
Por fin, el 25 de junio de 1786, Goya y Ramón Bayeu obtienen el
título de pintores del rey con un interesante sueldo de 15.000
reales al mes.
A sus cuarenta años, el que ahora es conocido en
todo Madrid como Don Paco se ha convertido en un consumado
retratista, y se han abierto para él todas las puertas de los
palacios y algunas, más secretas, de las alcobas de sus ricas
moradoras, como la duquesa Cayetana, la de Alba, por la que
experimenta una fogosa devoción. Impenitente aficionado a los toros,
se siente halagado cuando los más descollantes matadores, Pedro
Romero, Pepe-Hillo y otros, le brindan sus faenas, y aún más feliz
cuando el 25 de abril de 1789 se ve favorecido con el nombramiento de
pintor de cámara de los nuevos reyes Carlos IV y doña María Luisa.
Pero poco tiempo después, en el invierno de 1792,
cae gravemente enfermo en Sevilla, sufre lo indecible durante aquel
año y queda sordo de por vida. Tras meses de postración se
recupera, pero como secuela de la enfermedad pierde capacidad
auditiva. Además, anda con dificultad y presenta algunos problemas
de equilibrio y de visión. Se recuperará en parte, pero la sordera
será ya irreversible de por vida.
La historia ha especulado en múltiples ocasiones
sobre cuál fue la enfermedad de Goya. Los médicos (fue atendido por
los mejores facultativos del momento) no coincidieron en cuanto al
diagnóstico. Algunos achacaron el mal a una enfermedad venérea,
otros a una trombosis, otros al síndrome de Menière, que está
relacionado con problemas del equilibrio y del oído. También, más
recientemente, se ha creído que podía haberse intoxicado con
algunos de los componentes de las pinturas que usaba.
Comenzó, entonces, una nueva etapa artística
para Goya. Debido a la pérdida de audición y a las secuelas de la
grave enfermedad que había padecido, el maestro tuvo que adaptarse a
un nuevo tipo de vida. No menguó, pese a lo que se ha dicho en
ocasiones, su capacidad productiva ni su genio creativo. Siguió
pintando y todavía realizaría grandes obras maestras de la historia
del arte. La pérdida de capacidad auditiva le abriría, sin lugar a
dudas, las puertas de un nuevo universo pictórico. Los graves
problemas de comunicación y relación que la sordera ocasionan,
harían también que Goya iniciase un proceso de introversión y
aislamiento. El pesimismo, la representación de una realidad
deformada y el matiz grotesco de algunas de sus posteriores pinturas
son, en realidad, una manifestación de su aislada y singular (aunque
extremadamente lúcida) interpretación de la época que le tocó
vivir.
Por obvios problemas de salud Goya tuvo que
dimitir como director de pintura de la Real Academia de Bellas Artes
de San Fernando, en 1797. Un año más tarde él mismo confesaba que
no le era posible ocuparse de los menesteres de su profesión en la
Real Fábrica de Tapices por hallarse tan sordo que tenía que
comunicarse gesticulando.
Desde los años de infancia, en las Escuelas Pías
de Zaragoza, por donde Goya pasó sin pena ni gloria, une al pintor
una entrañable amistad, que pervivirá hasta la muerte, con Martín
Zapater, a quien a menudo escribe cartas donde deja constancia de
pormenores de su economía y de otras materias personales y privadas.
Así, en epístola fechada en Madrid el 2 de agosto de 1794,
menciona, bien que pudorosamente, la más juguetona y ardorosa de sus
relaciones sentimentales: "Más te valía venirme a ayudar a
pintar a la de Alba, que ayer se me metió en el estudio a que le
pintara la cara, y se salió con ello; por cierto que me gusta más
pintar en lienzo, que también la he de retratar de cuerpo entero."
El 9 de junio de 1796 muere el duque de Alba, y en esa misma
primavera Goya se traslada a Sanlúcar de Barrameda con la duquesa de
Alba, con quien pasa el verano, y allí regresa de nuevo en febrero
de 1797. Durante este tiempo realiza el llamado Album A, con
dibujos de la vida cotidiana, donde se identifican a menudo retratos
de la graciosa doña Cayetana. La magnánima duquesa firma un
testamento por el cual Javier, el hijo del artista, recibirá de por
vida un total de diez reales al día.
Detalle de La maja desnuda
De estos hechos arranca la leyenda que quiere que
las famosísimas majas de Goya, La
maja vestida y La
maja desnuda, condenadas por la Inquisición como obscenas
tras reclamar amenazadoramente la comparecencia del pintor ante el
Tribunal, fueran retratos de la descocada y maliciosa doña Cayetana,
aunque lo que es casi seguro es que los lienzos fueron pintados por
aquellos años. También se ha supuesto, con grandes probabilidades
de que sea cierto, que ambos cuadros estuvieran dispuestos como
anverso y reverso del mismo bastidor, de modo que podía mostrarse,
en ocasiones, la pintura más decente, y en otras, como volviendo la
página, enseñar la desnudez deslumbrante de la misma modelo,
picardía que era muy común en Francia por aquel tiempo en los
ambientes ilustrados y libertinos.
Las obras se hallaron, sea como fuere, en 1808 en
la colección del favorito Godoy; eran conocidas por el nombre de
"gitanas", pero el misterio de las mismas no estriba sólo
en la comprometedora posibilidad de que la duquesa se prestase a
aparecer ante el pintor enamorado con sus relucientes carnes sin
cubrir y la sonrisa picarona, sino en las sutiles coincidencias y
divergencias entre ambas. De hecho, la maja vestida da pábulo a una
mayor morbosidad por parte del espectador, tanto por la provocativa
pose de la mujer como por los ceñidos y leves ropajes que recortan
su silueta sinuosa, explosiva en senos y caderas y reticente en la
cintura, mientras que, por el contrario, la piel nacarada de la maja
desnuda se revela fría, académica y sin esa chispa de deliciosa
vivacidad que la otra derrocha.
Un nuevo misterio entraña la inexplicable
retirada de la venta, por el propio Goya, de una serie maravillosa y
originalísima de ochenta aguafuertes titulada Los Caprichos,
que pudieron adquirirse durante unos pocos meses en la calle del
Desengaño nº 1, en una perfumería ubicada en la misma casa donde
vivía el pintor. Su contenido satírico, irreverente y audaz no
debió de gustar en absoluto a los celosos inquisidores y
probablemente Goya se adelantó a un proceso que hubiera traído
peores consecuencias después de que el hecho fuera denunciado al
Santo Tribunal. De este episodio sacó el aragonés una renovada
antipatía hacia los mantenedores de las viejas supersticiones y
censuras y, naturalmente, una mayor prudencia cara al futuro,
entregándose desde entonces a estos libres e inspirados ejercicios
de dibujo según le venía en gana, pero reservándose para su coleto
y para un grupo selecto de allegados los más de ellos.
Mientras, Goya va ganando tanto en popularidad
como en el favor de los monarcas, hasta el punto de que puede
escribir con sobrado orgullo a su infatigable corresponsal Zapater:
"Los reyes están locos por tu amigo"; y en 1799, su sueldo
como primer pintor de cámara asciende ya a 50.000 reales más
cincuenta ducados para gastos de mantenimiento. En 1805, después de
haber sufrido dos duros golpes con los fallecimientos de la joven
duquesa de Alba y de su muy querido Zapater, se casa su hijo Javier,
y en la boda conoce Goya a la que será su amante de los últimos
años: Leocadia Zorrilla de Weiss.
El 3 de mayo de 1808, al día siguiente de la
insurrección popular madrileña contra el invasor francés, el
pintor se echa a la calle, no para combatir con la espada o la
bayoneta, pues tiene más de sesenta años y en su derredor bullen
las algarabías sin que él pueda oír nada, sino para mirar
insaciablemente lo que ocurre. Con lo visto pintará algunos de los
más patéticos cuadros de historia que se hayan realizado jamás: el
Dos de mayo, conocido también como La
carga de los mamelucos en la Puerta del Sol de Madrid y el
lienzo titulado Los fusilamientos del 3 de mayo en la montaña del
Príncipe Pío de Madrid.
En Los
fusilamientos del 3 de mayo, la solución plástica a esta
escena es impresionante: los soldados encargados de la ejecución
aparecen como una máquina despersonalizada, inexorable, de espaldas,
sin rostros, en perfecta formación, mientras que las víctimas
constituyen un agitado y desgarrador grupo, con rostros dislocados,
con ojos de espanto o cuerpos yertos en retorcido escorzo sobre la
arena encharcada de sangre. Un enorme farol ilumina violentamente una
figura blanca y amarilla, arrodillada y con los brazos formando un
amplio gesto de desafiante resignación: es la figura de un hombre
que está a punto de morir.
Los fusilamientos del 3 de mayo (detalle)
Durante la llamada guerra de la Independencia,
Goya irá reuniendo un conjunto inigualado de estampas que reflejan
en todo su absurdo horror la sañuda criminalidad de la contienda.
Son los llamados Desastres de la guerra, cuyo valor no radica
exclusivamente en ser reflejo de unos acontecimientos atroces sino
que alcanza un grado de universalidad asombroso y trasciende lo
anecdótico de una época para convertirse en ejemplo y símbolo, en
auténtico revulsivo, de la más cruel de las prácticas humanas.
El pesimismo goyesco irá acrecentándose a partir
de entonces. En 1812, muere su esposa, Josefa Bayeu; entre 1816 y
1818 publica sus famosas series de grabados, la Tauromaquia y
los Disparates; en 1819 decora con profusión de monstruos y
sórdidas tintas una villa que ha adquirido por 60.000 reales a
orillas del Manzanares, conocida después como la Quinta del Sordo:
son las llamadas "pinturas negras", plasmación de un
infierno aterrante, visión de un mundo odioso y enloquecido; en el
invierno de 1819 cae gravemente enfermo pero es salvado in
extremis por su amigo el doctor Arrieta, a quien, en
agradecimiento, regaló el cuadro titulado Goya y su médico
Arrieta (1820, Institute of Art, Minneápolis). En 1823, tras la
invasión del ejército francés los Cien Mil Hijos de San Luis,
venido para derrocar el gobierno liberal, se ve condenado a
esconderse y al año siguiente escapa a Burdeos, refugiándose en
casa de su amigo Moratín.
Retrato de Goya de Vicente López
En 1826, Goya regresó a Madrid, donde permaneció
dos meses, para marchar de nuevo a Francia. Durante esta breve
estancia el pintor Vicente López Portaña (que se encontraba en su
mejor momento de prestigio y técnica) realizó un retrato de Goya,
cuando éste contaba ya con ochenta años. Enfrentado al viejo
maestro, de rostro aún tenso y enérgico, López Portaña llevó a
cabo la obra más recia y valiosa de su extensísima actividad de
retratista, tantas veces derrochada en la minucia cansada de traducir
encajes, rasos o terciopelos con aburrida perfección. Este lienzo,
hoy en el Museo del Prado, es el retrato más conocido de Goya, mucho
más, incluso, que los también famosos autorretratos del pintor.
El maestro murió en Burdeos, hacia las dos de la
madrugada del 16 de abril de 1828, tras haber cumplido ochenta y dos
años, siendo enterrado en Francia. En 1899 sus restos mortales
fueron sepultados definitivamente en la ermita de San Antonio de la
Florida, en Madrid, cien años después de que Goya pintara los
frescos de dicha iglesia (1798).
Saturno devorando a un hijo (detalle)
En el Museo del Prado se conserva La joven de
Burdeos o La lechera de Burdeos (1825-1827), una de sus
últimas obras. Pero acaso su auténtico testamento había sido
fijado ya sobre el yeso en su quinta de Madrid algunos años antes:
Saturno
devorando a un hijo, es sin duda, una de las pinturas más
inquietantes de todos los tiempos, síntesis inimitable de un estilo,
que reúne extrañamente lo trágico y lo grotesco, y espejo de un
Goya, visionario, sutil, penetrante, lúcido y descarnado.
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