"Era una señora mayor, grande y
gorda. Sus hijos controlaban su comida y su salud, pero siempre
conseguía esconder más comida.
Un día se dejó llevar por su gula.
Vestida de negro riguroso, pelo recogido en un sencillo moño y
delantal negro, por supuesto, empezó su mañana con un buen
desayuno. Unas sopas de leche y unas magdalenas. Escondió en su
mandil el pan que le sobró. Comió a la hora del almuerzo. Más pan,
con chocolate y más chocolate. El bolsillo empezaba a llenarse. La
guerra le había dejado esa manía de esconder comida para tiempos de
hambre, pero lo que guardaba nunca llegaba al día siguiente.
A la hora de comer sacaron un buen
arroz al horno. Comió hasta ver el barro de la cazuela. Nadie podía
impedir el vaivén de su cuchara. De postre, coca en llanda y
chocolate. Le encantaba el chocolate. Enlazó con la merienda,
chocolate y coca. La merienda dio paso a la cena. Buena tortilla de
patata, y pan, y más chocolate.
Los bolsillos ya estaban vacíos y
no le darían nada hasta la mañana siguiente. Pero guardaba su as
debajo del colchón. Más pedazos de chocolate, puro, de onzas
grandes. Comió y comió hasta morir.
Por las tardes disfruto de un té,
al calor del sol de invierno, y un trocito de chocolate. Después del
primero llegan los demás. Hasta que me acoge el recuerdo de mi
abuela y los bocadillos de pan y chocolate puro que me hacía. Este
recuerdo me trae la historia de esa mujer de la familia que aquella
noche reventó."
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